sábado, 22 de enero de 2011

Guadalquivir de ensueño

¡...Pues dejémonos enamorar por ese Guadalquivir!, o “baetis”, que de paso a Sanlúcar riega con remolinos de alegrías toda la vega que inunda con sus – a veces dulces, a veces salobres – aguas.

Un río milenario que embaucó a civilizaciones enteras. Tanto es así que simboliza la vida, la fuerza y el resurgir en Jaén; la fertilidad en Córdoba, envidada a buen seguro por deidades como Proserpina o la mismísima Ceres; belleza a su paso por Sevilla, la “Seuilla” de antaño, y tanto fue y es, que se entretuvo en ella para labrar y germinar una “Hispalis” en su seno y bañar una torre o admirar una Giralda; y por último es la sabiduría y bonanza que da el sosiego de una vida llena de momentos cuando allá por “Malandar” se entrega a su secreta y gran amante: la mar.

Y ahora, en baja voz, aprovechando que nadie nos escucha, confieso que el Guadalquivir me enamoró por completo desde mi niñez. Una vez que conocí sus aguas en Sevilla, en Triana y en Sanlúcar, no pude dejar de soñar con él. Un día lo surqué y decidí hallarlo en su orto y, habiéndolo conocido ya en su ocaso, decidí que fuese mi descanso eterno. Por ello, aceptad y entended que no pueda apartarme de sus orillas, de sus turbulencias y sus remansos, de sus olivos y sus naranjos. Y no puedo dejar de soñar, porque con él anhelé amores malogrados o frustrados, amores que llegarán algún día. Y cuando riega la marisma, donde se abre, sueña y antoja en sólido dueño de ella, me lega un suspiro que desde “Bajoguia” me envuelve con olor a mar.
(c)

viernes, 7 de enero de 2011

Amistad mujer-varón y viceversa

Decía Ovidio que “ofrecer amistad al que pide amor es como dar pan al que muere de sed”. ¡Y qué cierto es!

Cierto día un amigo (llamémosle ficticiamente Agustín) me decía – cuando una chica te dice que eres su amigo o su mejor amigo, peor todavía, ten por seguro que no cabe relación sentimental alguna, por más que sientas por ella. – ¡Y eso, es cierto también!



En estos casos sólo existen dos salidas, olvidarte de ella, o mantener simplemente su amistad.
Ambos casos, terribles por cierto, te lanzan a una encrucijada envolvente. Si le olvidas – cosa harto difícil, por no decir imposible y que nunca llegas a hacer – siempre estará presente en tu vida como amor platónico, aun llegada la vejez. Si te conviertes en su amigo, siempre reinará en ti la esperanza de llamar su atención algún día, y no podrás expandir tu capacidad de amar porque serás prisionero de ese caos.

Decía también Agustín – ¡Jo…, chico! ¿Por qué a la mayoría de las mujeres les gustan los canallas? ¿Por qué les gusta el truhán, el que no las aprecia, el más libertino? Se llevan toda la vida reclamando la sensibilidad en el hombre – decía contrariado por no llegar comprenderlas – y cuando uno es sensible, cultivado y está dispuesto a adorarlas, te dejan o no entras en sus planes.

– Eso sí – decía ofuscado y reacio – cuando pasan de una cierta edad, milagrosamente se dan cuenta que estas ahí, que deben dejar de lado al estereotipo del canalla y buscar abrigo y refugio en el que tiene la vida labrada en la serenidad. ¡No es justo chico!, no es justo que esto me ocurra, ¿tan memo soy? Me siento tan traicionado por las mujeres – decía lleno de abatimiento y frustración.
– Verás – dijo, mostrándome un libro – el otro día llegó a mis manos este libro “El manual de la perfecta cabrona” como alarde de lo que debe aspirar una mujer. ¡Joder que falta de rigor!, se trata de un verdadero atentado contra la razón. Sinceramente – decía desalentado – después de leer esto, siento vergüenza porque estoy comenzando a sentir rasgos misóginos. Pero chico…, estoy cansado de tantas andanadas de insinuaciones estériles, estoy cansado que siempre seamos los malos, estoy cansado de ser alineado por el hecho de ser hombre. Y luego, con una vena feminista – que eso no es malo, pero se suele usar de forma ruin – te sueltan a bocajarro “pues así nos hemos sentido nosotras durante siglos, así que tragad ahora de vuestra propia medicina”.

Llegados a este punto, a mi amigo se le notan las venas del cuello. Dentro de su amplio sentido de la razón, de lo justo y asertivo, desde una postura – comprensible quizás – de victima; estalla.

– En primer lugar quien lo dice ni ha sufrido esto, ni se ha sentido así durante siglos; así que por ese razonamiento se deslegitima. En segundo lugar, de lo que hayan hecho otros, no venga usted a culparme a mí. Cada cual es responsable de sus actos y no debo cargar con las culpas de nadie. Vamos…, es más, eso es una actitud cobarde. Se alinean en un colectivo de antaño para exigir derechos de ahora. Pero que poco sensibles son consigo mismas. Incluso se da el caso de limitar derechos del hombre para proteger los suyos, ¿pero no éramos iguales?

– Pero Agustín – le digo sosegadamente – no desvaríes. ¿Qué tiene que ver todo esto con lo que comenzamos a hablar?
Se queda pensativo y dice, dentro de su ser profundo y reflexivo, sabedor de su temperamental razonamiento – ¿Cabe la amistad entre hombre y mujeres cuando existen sentimientos?


No digo que su razonamiento sea acertado, pero convendréis conmigo, cuando menos, que es válido o lógico, dada su experiencia. Su pregunta inicial y última sigue ahí.