¿Os ha pasado alguna vez que
después de haber hecho una compra, os dais cuenta que algo se os olvidó, y
tenéis que volver al supermercado?, pues eso, eso mismo me ha ocurrido hoy.
Esta noche ceno con tres
amigos; Tere, Paco y Rocío. Aquella envidiada velada de la orgía de frutas, el
vino romano, el garum…, y no sigo, gustó, así que toca degustación de dioses. Esta
noche será de esas de velas por el cielo de la domus y tertulia amena.
¡Joder…!, entre las vísperas
y las completas me doy cuenta que algo se me ha olvidado. Corro al
supermercado. Diez minutos, y salgo. A la izquierda de la puerta del
establecimiento, un mendigo sentado en el suelo. Extiende la mano, y con ella
un vaso de plástico transparente, para que le de alguna limosna. Lo confieso, le
digo que no llevo nada, le doy la espalda, ¡pero…! La reacción es involuntaria,
ipso facto, me vuelvo hacia él. –
Perdona acabo de pagar con tarjeta y por inercia he dicho no, pero sé que tengo algo en metálico. No sé cuánto es, pero es tuyo.
No sé qué le di, mientras
clavaba la mirada en la profundidad de sus ojos que me sonríen. Bajo su bigote
se esboza una sonrisa agradable, no va mal vestido y su vestimenta es limpia y
agradable; polo blanco con doble raya transversal azul, y pantalón azul marino.
Me quito la mascarilla. Su mirada también se fija en mis ojos – Tienes una
palabra secreta, yo la sé – me dice.
Por los cojones la vas a
saber – pensé en mi grosera reacción –. Es un nombre jordano al que yo, por capricho
añadí una letra, por simple complejo extravagante. Y jamás se la he dicho a
nadie.
– ¿Tienes algo para
escribir? – me pregunta
– ¿El ticket de compra? – Me
dice, y sin pensarlo se lo doy.
De su mochila saca un lápiz
rojo de dieciocho centímetros de largo por dieciséis milímetros de grosor.
Escribe una palabra y me devuelve el ticket.
Debió de quedárseme la cara
blanca, porque el vigilante de seguridad de la puerta, que observaba el
momento, me preguntó – ¿Le ocurre algo, amigo?
Lo miro y le digo un simple – No.
La palabra era la correcta. Vuelvo
a mirar al mendigo, ya no sonríe pero su cara desprende una bondad nunca reconocida
– Puedo leerte el alma.
– ¿Quién eres? – le pregunto.
– Eso no importa, Lo
importante es ¿quién eres tú? – Lo miro durante un instante y me espeta – Ya vas
tarde, te esperan esta noche.
De una forma muy lenta, tan
lenta que no puedo describir, le doy la espalda.
– No amanezcas mañana en el
mar –, son sus últimas palabras.
Vuelvo y lo miro. Sorprendentemente, en mi convulsa mente, tenía planificado salir temprano, en la madrugada avanzada del domingo, para bañarme al amanecer en la playa.
Para los que me conocen…, son esas locuras mías de libertad, de hacer lo que me da la gana.
Vuelvo y lo miro. Sorprendentemente, en mi convulsa mente, tenía planificado salir temprano, en la madrugada avanzada del domingo, para bañarme al amanecer en la playa.
Para los que me conocen…, son esas locuras mías de libertad, de hacer lo que me da la gana.
Al llegar a casa, voy a la
librería que está en la habitación que uso como espacio de trabajo, donde
conservo, desde hace años, el lápiz de carpintero de mi abuelo paterno – al que
no conocí –, es rojo. Busco en el altillo el pie de rey que usé cuando estudié
mecánica. Las medidas son exactas. Cierro los ojos. – ¡Leches, qué coño es
esto!
Estoy en la certeza que ese
lápiz perteneció a mi abuelo. No obstante he llamado a casa, para hablar con mi
padre, pero está en la ducha. Mi madre me garantiza que ese lápiz era de su
suegro. – Siempre lo tenía en la oreja, y el puro apagado en la boca, como tu
padre.
Tengo claro que mañana no me
bañaré en la playa. Ganar no es conseguirlo todo. El mar puede esperar.