martes, 25 de febrero de 2020

Nos volveremos a ver




Hoy es uno de esos días tristes, como decía Benedetti:


Se me han ido muriendo los amigos
se me han ido cayendo del abrazo
me he quedado sin ellos en el día
pero vuelven en uno que otro sueño.

Es una nueva forma de estar solo
de preguntar sin nadie que responda
queda el recurso de tomar un trago
sin apelar al brindis de los pobres…


Mi abuelo, Pedro, Miguel Ángel, Claudine, José Luis, y ahora tú…, ¡los queridos!

Pocos son los que tuve y con los que compartí momentos íntimos, pocos son los que fueron, mas jamás dudé de sus lealtades, y tampoco de sus fueros.

Hay miradas que leen y dicen, y las hay que te abrazan y hacen. Hoy me llega la noticia de tu adiós a un horizonte eterno, aunque seguro que mejor, a mí me duele esta despedida.

En el camino te encuentras, y me he encontrado, muchas deslealtades y pocas virtudes, y otras vergonzosas y mundanas relaciones que dejo para el caldero de Pedro Botero, pero tú eras la excepción. Siempre con la sonrisa por bandera, hasta para un adiós.

Hace tres años cuando ni andar podía, alguien me abordó en la noche y me dijo algo, como mendigando. No escuché, y huí de su aspecto. Atemorizado por mi incapacidad, hacía distancias, mientras me seguía por la calle. Y yo afanado en mis torpes muletas, alargaba el paso.

           – Al fin la esquivé menos mal – me dije al llegar cerca de casa.

Así encaré ese macareno barrio de los Callejones.

A la mañana siguiente cuando salí a la calle, a la luz, volví a encontrarte, .¡eras tú!, esta vez pidiendo, como si estuvieses haciendo guardia por el entorno. Ahora la distancia era más corta e inevitable. Me miraste, te miré y me sonreíste. La delgadez extrema por tez, los ojos hundidos en parpados y cuencas oscuras, tus dientes picados y renegridos por la droga.

          – Soy yo, te acuerdas – me dijiste con dulzura y amargor.

No te reconocí, hasta que ahonde en tus ojos. Perplejo pronuncié tu nombre en una pregunta incrédula y dubitativa e intenté darte la mano. Mas tu delgado y huesudo brazo fue más rápido, y se apartó.

          – No quiero nada de ti, sólo que me perdones y que aceptes, ahora sí, este adiós.

Desapareciste. Como un velero que dejé marchar en aguas tranquilas, mientras petrificado no supe pensar.

Hoy me llega la noticia de tu adiós eterno.

          –   Nos volveremos a encontrar, amiga, más adelante; por ahora no.




jueves, 20 de febrero de 2020

El último “para qué”



Mucho se habla de crisis, de momentos de bajo crecimiento, de precariedades, de espacios estancados, de macroeconomía, de poderes e intereses macroeconómicos…, sin darnos cuenta que estamos en un cambio constante.

Bajo el paraguas de la nube que supuso el sXX para el crecimiento en un sistema de capital – a pesar de sus dos grandes guerras y las otras guerras, o bien gracias a ellas – Occidente (o lo que llamamos mundo capitalista) creció al amparo de algo que llamamos tiempo, la medida y la ilusoria, y ficticia – a la vez – venta del tiempo. Ofrecimos nuestro tiempo por un salario, o bien ofrecimos salario por el tiempo de los demás. Y nos olvidamos como personas, de nuestro entorno y del bienestar. Ahora quizás llega el momento de muchos cambios de paradigmas.

La diferenciación que siempre observé entre autónomos y empresarios, es que los primeros estaban enfocados en su flujo de caja, en su cash flow; mientras que los segundos tenían dos caballos de batalla: la facturación y la viabilidad del proyecto. Observad simplemente que cuando alguien habla de sueldo, su mentalidad es la de empleado; si habla de facturación, estamos delante de un empresario/autónomo; y si su conversación es la de patrimonio, estamos ante un inversor.

En el sXXI tendremos que abrazar ideas culturales más amplias, como nuestro bienestar, nuestro entorno natural y social, y las personas. Alejándonos de esas ideas alarmistas de ecologistas enfurecidos/as, de “progresistas/os” que jamás labraron la tierra, limpiaron o cosieron unas redes, ni ayudaron a parir a una res, y mucho menos avivaron una fragua o se deleitaron en un torno. El mundo empresarial e inversor tendrá que cambiar el paradigma de las personas, y comenzar a verlas como lo que algo más del 90% dicen que son, su mayor activo empresarial. Si son el mayor activo empresarial, ¿por qué se sigue tratando como un coste y no como una inversión? Hoy por hoy, la coherencia y el sentido común son el menor de los sentidos, y seguimos tratando a las personas como un coste en nuestra cuenta de resultados. Es evidente que en la nueva economía, administraciones, empresas e inversores, tendrán que reanalizar el concepto de inversión en la personas. 

En la actualidad he visto, perplejo, medir el valor de un folio por encima del beneficio del vuelo de un avión de papel, cuando de ello dependía el bienestar de muchos. Tendremos que decidir acciones ecológicas por encima del capital, y nos daremos cuenta que nuestras decisiones no deben perjudicar a los demás ni a nosotros mismos.

El fin de toda sociedad no es el capital o la rentabilidad, como tampoco lo es para un inversor, empresario o empleado. Más allá de ese beneficio pecuniario existe un motivo más transcendente: el último “para qué”. El fin de toda sociedad es la felicidad de quienes la integran. Todos de alguna u otra forma necesitamos sentirnos amados, y utilizamos diferentes recursos para ello.

El empleado por su parte, tendrá que repensar el sentido de la felicidad dentro y fuera del trabajo. En condiciones generales, trabajamos aproximadamente un 10% de nuestra vida natural; o lo que es lo mismo, el 20% de nuestra vida laboral. En el periodo hábil de vida laboral – tomando el comprendido desde los 25 a los 67 años – usamos algo más del 46% ¿para qué? Unos dicen que para el ocio, otros para crecer o la familia, otros para el desarrollo personal o la creatividad. Lo cierto es que o no es un tiempo bien usado, no lo valoramos adecuadamente o lo dejamos escapar. Y digo, escribo o refiero “escapar”, cuando no le sacamos el rendimiento adecuado a nuestro tiempo: ser más felices.

Antaño, en el actual mundo avanzado, se trabajaba de sol a sol, hoy sólo un 10% de nuestra vida natural. El ser humano ha demostrado, a lo largo de la historia,  que cada vez tiende a trabajar menos y sin embargo estamos inmersos en una sociedad donde vemos que todo es trabajo y no tenemos tiempo para nada.

No tenemos tiempo para mirar cinco minutos a nuestra pareja a los ojos, y comunicarnos con ella. No tenemos tiempo para nuestros mayores. No tenemos tiempo para nuestras amistades, y en vez de darles un abrazo, las felicitamos con la frialdad de un texto – más bien corto – en la distancia. Y peor aún, no tenemos tiempo para nuestros hijos y los dejamos al amparo de pantallas y máquinas que les enseñan momentos estresantes que se quedarán para siempre como recurso de la mente, y que el concepto que matar o morir ya no es importante.

En este mundo inteligente, dejamos las emociones para otro momento, sin saber que si avanzamos en ellas, seremos más felices y estaremos más motivados. Sin embargo hay empresarios que se han dado cuenta de esto, de la importancia de la motivación, porque es una componente del compromiso, que en realidad es lo que les interesa en el aspecto laboral, productivo e incluso creativo: desarrollar a las personas y su talento. Para ello están introduciendo la Inteligencia Emocional (IE) en sus empresas. Saben que potenciando a personas, para que sean más inteligentes emocionalmente, éstas serán más felices en su mundo exterior, encontrando más sentido a las situaciones cotidianas.

Nos estamos moviendo o debemos movernos en ese sentido, obviando y alejando todo lo tóxico y conflictivo o enredoso, de lo contrario estaríamos avocados a la siempre trágica válvula de escape de las sociedades basadas en el capital: la guerra. Con esta advertencia no abogo por los sistemas comunistas, que si bien no tienen válvulas de escape, son un caldero a fuego lento para quemar las esperanzas y toda justicia, defendiendo su única igualdad: la miseria.


Manuel Jigato Rubio
Ceo en www.quercusbpr.es