domingo, 8 de diciembre de 2019

En la línea del tiempo.



Un buen amigo me hablaba de su soledad impuesta y de su soledad elegida. Jamás lo entendí. Exorcizando a aquellos gurús de mi misma lengua y distinto lenguaje, descubrí que engañaban con el baile de significados y significantes, transformando versos y confundiendo la verdad con bellas expresiones que endulzaban como mortífero veneno a la razón.


A raíz de un accidente conocí a Unamuno. Niebla fue aquel primer encuentro, en aquella lectura – en un principio espesa, más adelante se me antojó brillante – y en aquellos amores e ilusiones vitales descubrí una parte necesaria que me hizo pensar y me cambió; o más bien yo elegí virar a ese sentido. Conocí la Soledad y la Solitariedad unamuniana.

La Soledad viene impuesta, no tienes una opción de elección, es una sensación aplastante y amarga que no llegas a comprender, y mucho menos a aceptar; un ostracismo que los dioses o hados te imponen como “castigo”, es insultante incluso para tu existencia como humano. Su prolongación te deshumaniza y ya no eres tú. La Solitariedad, en cambio, es la soledad elegida, donde eres capaz de refugiarte en ti y alcanzar cotas de raciocinio que jamás alcanzarías con lo espurio y grosero del pensamiento humano, interesado e irracional, que a veces adoptamos los llamados seres inteligentes. Si la doctrina impuesta llama inteligencia a la capacidad de razonar, entender y comprender; entonces, un porcentaje muy elevado de la vida inteligente sólo son animales emocionales que en escasas ocasiones razona.   

En esos avatares de la vida me he encontrado con innumerables seres, incluso que fueron queridos que, ni entienden ni comprenden, y mucho menos razonan con una estructura legible. Usan más, y de forma desmedida, la pasión y los instintos primarios, aun sin saberlo y eso aún es peor. Y por otra parte, me he encontrado seres capaces de razonar y sentir desde lo más puro de la mente, sin visceralidades; a estos se les han llamado “raros”.

Vivimos en una sociedad que bajo la bandera del progreso, la libertad y la verdad te indica y dicta de forma absoluta lo que tienes que pensar. En la época que yo he vivido, he sufrido esa dictadura del pensamiento. Primero en el ocaso de algo que llamaron: franquismo, donde la religión imponía los límites, el bien y el mal, y una sociedad política lo aceptaba por intereses que no voy a juzgar. Luego llegó una etapa transitoria donde me engañaron con libertades obtusas y maniqueas. Y en la época actual, en pleno siglo XXI (en su primer cuarto) me imponen un razonamiento que me tilda de raro, por pensar, razonar y sentir distinto. Y no quiero alienarme con pensamientos limitantes.

Me niego al yugo que me ate al pensamiento de gurús de lo social, político y económico para agostar mi razón. No sé, no quiero y no puedo ser “un demás”. Prefiero la Solitariedad donde mi alma encuentra libertades para crear y transcender.

No quiero quedar atado cual Pirítoo, con serpientes por cadenas. Me aparto de los amores que de lo bello hacen al físico, la sensualidad y a veces tan solo lo sexual; cuando lo bello es interno. En recogimientos profundos de ataño descubrí la belleza en los ojos, porque es capaz de acercarte al interior de los demás. Y es ahí donde encuentras lo verdadero. En aquella época decidí, y lo hago hoy, dejar lo externo para tahúres expertos en el engaño y las trampas.

La mayor soledad no es la que vives solo, sino la que compartes con alguien; y la más sublime de las solitariedades es la que descubres con silencios y mirándote en ojos ajenos, llegando a esbozar una sonrisa. En contra de lo que piense la mayoría, no sonreímos con los labios o sus comisuras, sino con los ojos.


¿Cuánto tiempo hace que no miras a los ojos a la persona que amas?

Fue una pregunta que realicé a una buena amiga en la compañía de un café. Los balbuceos, la pérdida en su mirada y la incredulidad a la pregunta fueron suficientes para comprender.

– Pues bien cuando llegues a casa, mira a los ojos a la persona que amas al menos cinco minutos, sin pronunciar palabra, que hablen los ojos – fue la tarea que le sugerí.

– ¿Cinco minutos?, ¡es mucho!, ¿no? Se hará muy largo, será eterno.

¿Eterno?, eterno es otra cosa – pensé – Mi silencio, ante la respuesta, fue profundo. El razonamiento lo dejé al capricho.

Tiempo después me confesó que en sus almohadas se oían suspiros, ya no había susurros, ya no había ni el más nimio roce o miradas. Mientras por una parte se suspiraba, por la otra se iluminaba la oscuridad de la noche en pensamientos ajenos y en la molesta luz de un móvil.

Con el tiempo volvió a mí, a ese café, mientras la lluvia golpeaba en los cristales. – ¡Cómo llueve! – exclamó.

  – A veces las lágrimas son sonrisas del corazón – le espeté. Pero ya en sus vidas faltaban confianza, respeto y admiración.

A veces hay que llorar para comprender que la lluvia es buena, incluso el frío del invierno, y si se sabe administrar, Ceres nos premiará con la oportunidad de la siembra, con una primavera espectacular y una cosecha aún mejor.

Si se comprende esto, la partida de Proserpina o Perséfone hacia el Hades no será tan amarga, ni quedaremos atrapados como Pirítoo en la “Silla del Olvido”.

Hemos perdido el significado de la palabra amar, porque hemos perdido la propiedad. Nos han impuesto un concepto efímero y distinto, basado en lo instintivo, subjetivo y vulgar; en una mera inclinación, afecto, cariño y peor aún, en una apetencia sexual irracional provocada por la mente. ¡Cuál equivocada concepción! 

Amar parte del razonamiento. Es un sentimiento muy intenso que se nutre de nuestras creencias que razonamos y alimentamos con hechos que confirman su acentuación. Amar es un sentimiento humano, muy fuerte, que crece cuando somos conscientes de nuestra propia insuficiencia, y encontramos en otro ser esa energía que en reciprocidad, nos completa y nos crea el deseo de convivir, comunicarnos y crear. Es entonces cuando aparece ese deseo de unión con el otro. Esta definición a veces, muchas veces, crea ampollas, pero es la que es. Quien la comprenda que la acepte, quien no que siga con sus inclinaciones.

Mas ahora, no sé por qué, me llega una luz y un recuerdo de la escena del infierno que se dibuja en la Divina Comedia de Dante: ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!” (Palabras escritas en el dintel de la puerta de entrada al infierno).

<Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada; la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente. “¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!”>.

Aquí yacerán los que han perdido el bien de la inteligencia, el raciocinio – que no la razón – y algunas otras bondades.



Un aprendiz de vertientes vertiginosas, el resto…, polvo y viento.

He dicho.