sábado, 4 de septiembre de 2021

Un catamarán esperará con el sol a poniente

 

De pequeño soñaba con un catamarán, viajar en él sobre las olas, con el Sol a poniente. En soledad, y dejando fluir lo exquisito de la vida. Cosas de niño.

Tenía once años recién cumplidos, cuando mi tío Pepe le dio una agenda a mi padre; lo recuerdo porque  días antes habíamos cambiado de Jefe de Estado, y fue toda una convulsión social y política. Una agenda de pastas duras y rojas. Ipso facto pasó a mi poder.


Entre otras cosas, contenía un mapa de España  y en las hojas sucesivas a éste se diseccionaba el mismo, en múltiples láminas desplegables a doble tamaño, y con todo lujo de detalles. Ciudades, carreteras principales y secundarias, ríos, afluentes, hitos (cuevas, miradores, monumentos…) y otros detalles se definían y pormenorizaban en aquel tablero de fantasías.

Fueron muchas horas las que pasé trazando recorridos, viajes mentales llenos de fantasías – con todo lujo de detalles –, momentos vibrantes a tal punto que  en muchas ocasiones, si no los vivía, los sentía porque las emociones bullían.  Reconozco que hasta en esos viajes oníricos procuraba ser precavido.  No tomaba riesgos excesivos.

En aquellos mapas apliqué algo aprendido de las matemáticas – y eso que era nefasto para ellas –, la regla de tres. La usaba para, junto con una bigotera, traducir las escalas y marcar los trayectos con trazados. Hoy, sé algo que quizás no se usaba en la didáctica de entonces, yo era kinestésico y auditivo. Mi sistema de aprendizaje se desarrollaba más por esos canales.

Aunque el espíritu se deleitaba con instantes no vividos, pero mezclando experiencias creaba espacios, momentos que generaban emociones. Y me di cuenta que para sentir no hacía falta vivir físicamente la experiencia, bastaba con imaginarla, soñarla y vivirla en la mente. ¡La mente!, ¡qué buena aliada!

Y dos fueron mis escapadas de lujo. Una, bajar el Guadalquivir desde Sevilla a Bonanza en una embarcación neumática con motor fueraborda – como la que tenía Juanito, un primo de mi padre –; el suelo era de madera y la quilla hinchable, pero mi padre le hizo una de metal y probaron la efectividad de la embarcación en el Guadalquivir, en el meandro existente entre La Algaba y San Jerónimo. Y dos – o segunda escapada –, era surcar el mar desde Sanlúcar de Barrameda hasta Almería en un catamarán, eso sí, sin perder nunca la costa de vista. Había pensado en víveres, ropa, botiquín, agua – aunque siempre podría fondear en un puerto para la provisión de intendencia –, combustible, y cuadernos para escribir. Qué curioso, para alguien de mala caligrafía, en aquella época, y de poco interés por Lengua.

Las noches de verano pescando junto a  mi padre en la orilla, en la playa, fueron también embroques de musas. Aquellas luces que se veían en la oscuridad, barcos de bajura – sin duda alguna – procedentes de Sanlúcar, Chipiona, Rota, o de cualquier puerto onubense se erigían en objeto de sueños y aventuras. Vivir una noche abordo de ellos, hubiese sido toda una hazaña, sólo imaginarlo me producía un placer sensorial asaz gratificante, era como un oleaje de caricias reconfortantes que iban más allá de lo grato y agradable; era una sensación singular, mucho más potente y gustosa que un simple cosquilleo o escalofrío. Aquella descarga eléctrica placentera que comenzaba en la coronilla, se extendía por la cabeza y cuello, la espalda y los brazos. Aquel hormigueo no era ninguna parestesia, era un orgasmo cerebral no orgásmico, no tenía similitud con ninguna otra impresión de bienestar sensorial común. Con el tiempo supe que padecía una plácida y envidiada "enfermedad" de orgasmos mentales que conjugaban placeres físico-emocionales (1)

Volviendo a aquellas escapadas, las vivía una y otra vez, y cada vez eran más intensas y detalladas. Con el tiempo y la edad surgió la oportunidad: bajar el río en kayak. Un grupo de amigos nos aventuramos, tardamos dos días aprovechado la marea y descansando cuando nos era adversa. Al amanecer cuando dejábamos atrás San Juan de Aznalfarache, cerré los ojos y respiré. El olor a río me hizo despertar del sueño ya vivido, y continué paleando. Al segundo día – estaríamos a la altura de Trebujena – una bandada de flamencos cruzó a ras de agua. – ¿Eso es agua o lágrimas? – dijo Máximo, el más veterano de todos. – Agua – respondí. Ahora confieso, sin rubor alguno, que fueron lágrimas. Estas sensaciones, estos colores, sonidos, olores, el tacto del agua y ver como los albures saltaban sobre mi embarcación ya las había experimentado antes sin vivirlas. ¡Y eran iguales! Disfrutaba como aquel crío de once años que fue aprendiendo a leer mapas, a medir, trazar y entender.

Y es que la vida se asemeja mucho a esto. Tomar un mapa, definir el punto donde quieres ir, averiguar el punto exacto donde estás, y trazar la trayectoria de tu recorrido que no siempre es en línea recta. A veces debes subir cimas, bajar a simas, aprovechar vaguadas, vadear ríos; te cansas, te agotas, pero siempre sigues porque tienes el objetivo trazado. Al final, siempre estará aquel catamarán que esperará con el sol en el horizonte, a poniente.




(1)   Al parecer, con el tiempo, esta sensación se ha etiquetado como ASMR, Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma.  Sólo un 1 por 1.000 de la población la "padece" gratamente.