¿Por
qué no?, ¿qué miedo a tomar café con estas féminas? ellas siempre estuvieron en
mi vida, lo estuvieron al inicio, durante y al final; me consta que estarán
también en el final.
Cloto,
mi buena Cloto, fue ella la que decidió el día y la hora, el décimo sexto día
de kislev del cinco mil setecientos veinticinco. Llovía. Fue un otoño de muy
pluvioso carácter, en extremo. ¿Presagios?, no lo sé. Me acogió en sus manos
suaves, dulces y severas; me acunó por un instante y me soltó en el grisáceo
mundo de la vida, enhebrando el hilo en la rueca.
– ¿Y
ahora qué? – pregunté en un suspiro.
– Pues
ahora llora –. Y lloré, ¡vaya que si lloré!
– ¿A
qué he venido aquí?
– Si llegas un segundo más tarde, tu cometido hubiese sido otro. Ahora entristécete humano. – Me dijo Cloto. Y todo lo que me contó del para qué vine, se olvidó en algo que llaman segundo.
– Si llegas un segundo más tarde, tu cometido hubiese sido otro. Ahora entristécete humano. – Me dijo Cloto. Y todo lo que me contó del para qué vine, se olvidó en algo que llaman segundo.
– ¿Humano
yo?, ¿y tú que eres?
– Soy
la que ves, tú sólo y nadie más, me ves en este instante. No debieras verme
más. Me buscarás y no me hallarás. Un consejo, no lo intentes. Yo te
encontraré.
Desapareció,
¡”hija puta”! Ahora me quedo solo. Tengo frío. Y desde aquel instante tuve que
afrontar la vida.
Ahora
con el paso de los años tomo café con ella, frente a frente. Sentados y
separados por una mesa de pie de hierro fundido y piedra de mármol viejo. A mi
siniestra una cristalera soportada por un bastidor de madera noble. El cielo es
plomizo, llueve, es la hora.
– Hoy
haces años – me dice.
– Cierto,
todo comenzó unos metros más atrás, tras aquellas piedras.
– El
mármol está frio – me dice, refiriéndose a la mesa, mientras lo acaricia por la
parte baja, por el envés – además está grabado, lo estoy palpando. Es tu
epitafio.
– ¿Y
la rueca sigue hilando?
– Sigues
vivo. Láquesis sigue hilando.
Al
mirar al espejo de la vida, la observo como mide el hilo, el tiempo, que va
quedando en el copo del rocadero. Decide unirse al café y sale del espejo.
– ¿Queda
hilo? – le pregunto.
Cloto
mira hacia su diestra, a la calle, a través del cristal; Láquesis mira al
espejo, se acerca un monóculo y observa detenidamente. – Queda – dice.
– ¿Mucho
o poco? – pregunto.
– Suficiente.
– ¿Centímetros,
metros?
– Sólo
Átropos lo sabe – sentencia Láquesis.
– ¡Átropos,
únete al café! – manifiesta Cloto.
Atravesando
el cristal, desde la calle, como si viniese suspendida en el aire, aparece
Átropos con unas tijeras en la mano siniestra.
– ¿Dispuesta?
– le pregunto.
– ¿No
me invitas antes a tomar un café? – me responde.
– Por
supuesto – le acerco una silla y me dispongo a servirle. – El café…, ¿caliente?
– Frío
por favor – responde sin soltar las tijeras
– ¿Azúcar?
– No,
amargo siempre.
Se
acerca la taza y da un sorbo, lo degusta, mira a Láquesis y pregunta – ¿queda
hilo?
– Queda
– responde Láquesis.
Vuelve
la vista a mí y dice – no tengas prisa por lo inexorable, llegará.
Cloto
se levanta y me da un beso gélido en la frente. Se marcha, desapareciendo en el
suelo.
El
abrazo de Láquesis me produce un escalofrío que paraliza la sangre, con él me
deja atadas las manos. Vuelve al espejo donde se diluye.
Átropos,
manteniendo las tijeras – que no pierdo de vista – en la mano izquierda, me
abofetea con la diestra y me deja suspendido en el aire, a la espera, mientras
ella desaparece por la cristalera.
Maniatado,
suspendido en el aire, a la espera; así esperamos a la Parca. A veces deseamos
su pronta venida, otras veces tememos su llegada, y en otras ocasiones ni
pensamos en ella. Pero siempre llega.
¡Puta
Parca, nunca avisa!, y cuando lo hace, ya es tarde.