lunes, 22 de mayo de 2017

Tomando café en el hilo del tiempo





¿Por qué no?, ¿qué miedo a tomar café con estas féminas? ellas siempre estuvieron en mi vida, lo estuvieron al inicio, durante y al final; me consta que estarán también en el final.

Cloto, mi buena Cloto, fue ella la que decidió el día y la hora, el décimo sexto día de kislev del cinco mil setecientos veinticinco. Llovía. Fue un otoño de muy pluvioso carácter, en extremo. ¿Presagios?, no lo sé. Me acogió en sus manos suaves, dulces y severas; me acunó por un instante y me soltó en el grisáceo mundo de la vida, enhebrando el hilo en la rueca.

  ¿Y ahora qué? – pregunté en un suspiro.
  Pues ahora llora –. Y lloré, ¡vaya que si lloré!
  ¿A qué he venido aquí?
 Si llegas un segundo más tarde, tu cometido hubiese sido otro. Ahora entristécete humano. – Me dijo Cloto. Y todo lo que me contó del para qué vine, se olvidó en algo que llaman segundo.
 ¿Humano yo?, ¿y tú que eres?
 Soy la que ves, tú sólo y nadie más, me ves en este instante. No debieras verme más. Me buscarás y no me hallarás. Un consejo, no lo intentes. Yo te encontraré.

Desapareció, ¡”hija puta”! Ahora me quedo solo. Tengo frío. Y desde aquel instante tuve que afrontar la vida.


Ahora con el paso de los años tomo café con ella, frente a frente. Sentados y separados por una mesa de pie de hierro fundido y piedra de mármol viejo. A mi siniestra una cristalera soportada por un bastidor de madera noble. El cielo es plomizo, llueve, es la hora.

 Hoy haces años – me dice.
 Cierto, todo comenzó unos metros más atrás, tras aquellas piedras.
 El mármol está frio – me dice, refiriéndose a la mesa, mientras lo acaricia por la parte baja, por el envés – además está grabado, lo estoy palpando. Es tu epitafio.
 ¿Y la rueca sigue hilando?
 Sigues vivo. Láquesis sigue hilando.

Al mirar al espejo de la vida, la observo como mide el hilo, el tiempo, que va quedando en el copo del rocadero. Decide unirse al café y sale del espejo.

 ¿Queda hilo? – le pregunto.

Cloto mira hacia su diestra, a la calle, a través del cristal; Láquesis mira al espejo, se acerca un monóculo y observa detenidamente. – Queda – dice.

 ¿Mucho o poco? – pregunto.
 Suficiente.
 ¿Centímetros, metros?
 Sólo Átropos lo sabe – sentencia Láquesis.
 ¡Átropos, únete al café! – manifiesta Cloto.

Atravesando el cristal, desde la calle, como si viniese suspendida en el aire, aparece Átropos con unas tijeras en la mano siniestra.

 ¿Dispuesta? – le pregunto.
 ¿No me invitas antes a tomar un café? – me responde.
 Por supuesto – le acerco una silla y me dispongo a servirle. – El café…, ¿caliente?
 Frío por favor – responde sin soltar las tijeras
 ¿Azúcar?
 No, amargo siempre.

Se acerca la taza y da un sorbo, lo degusta, mira a Láquesis y pregunta – ¿queda hilo?

 Queda – responde Láquesis.

Vuelve la vista a mí y dice – no tengas prisa por lo inexorable, llegará.

Cloto se levanta y me da un beso gélido en la frente. Se marcha, desapareciendo en el suelo.

El abrazo de Láquesis me produce un escalofrío que paraliza la sangre, con él me deja atadas las manos. Vuelve al espejo donde se diluye.

Átropos, manteniendo las tijeras – que no pierdo de vista – en la mano izquierda, me abofetea con la diestra y me deja suspendido en el aire, a la espera, mientras ella desaparece por la cristalera.

Maniatado, suspendido en el aire, a la espera; así esperamos a la Parca. A veces deseamos su pronta venida, otras veces tememos su llegada, y en otras ocasiones ni pensamos en ella. Pero siempre llega.


¡Puta Parca, nunca avisa!, y cuando lo hace, ya es tarde.