Mucho se habla de crisis, de momentos de bajo crecimiento, de precariedades, de espacios estancados, de macroeconomía, de poderes e intereses macroeconómicos…, sin darnos cuenta que estamos en un cambio constante.
Bajo el paraguas de la nube que supuso el sXX
para el crecimiento en un sistema de capital – a pesar de sus dos grandes
guerras y las otras guerras, o bien gracias a ellas – Occidente (o lo que
llamamos mundo capitalista) creció al amparo de algo que llamamos tiempo, la
medida y la ilusoria, y ficticia – a la vez – venta del tiempo. Ofrecimos
nuestro tiempo por un salario, o bien ofrecimos salario por el tiempo de los
demás. Y nos olvidamos como personas, de nuestro entorno y del bienestar. Ahora
quizás llega el momento de muchos cambios de paradigmas.
La diferenciación que siempre observé entre
autónomos y empresarios, es que los primeros estaban enfocados en su flujo de
caja, en su cash flow; mientras que los segundos tenían dos caballos de
batalla: la facturación y la viabilidad del proyecto. Observad simplemente que
cuando alguien habla de sueldo, su mentalidad es la de empleado; si habla de
facturación, estamos delante de un empresario/autónomo; y si su conversación es
la de patrimonio, estamos ante un inversor.
En el sXXI tendremos que abrazar ideas
culturales más amplias, como nuestro bienestar, nuestro entorno natural y
social, y las personas. Alejándonos de esas ideas alarmistas de ecologistas
enfurecidos/as, de “progresistas/os” que jamás labraron la tierra, limpiaron o
cosieron unas redes, ni ayudaron a parir a una res, y mucho menos avivaron una
fragua o se deleitaron en un torno. El mundo empresarial e inversor tendrá que cambiar el paradigma de las personas, y comenzar a verlas como lo que algo más del
90% dicen que son, su mayor activo empresarial. Si son el mayor activo
empresarial, ¿por qué se sigue tratando como un coste y no como una inversión? Hoy
por hoy, la coherencia y el sentido común son el menor de los sentidos, y seguimos
tratando a las personas como un coste en nuestra cuenta de resultados. Es
evidente que en la nueva economía, administraciones, empresas e inversores,
tendrán que reanalizar el concepto de inversión en la personas.
En la actualidad he visto, perplejo, medir el valor de un folio por encima del beneficio del vuelo de un avión de papel, cuando de ello dependía el bienestar de muchos. Tendremos que decidir acciones ecológicas por encima del capital, y nos daremos cuenta que nuestras decisiones no deben perjudicar a los demás ni a nosotros mismos.
En la actualidad he visto, perplejo, medir el valor de un folio por encima del beneficio del vuelo de un avión de papel, cuando de ello dependía el bienestar de muchos. Tendremos que decidir acciones ecológicas por encima del capital, y nos daremos cuenta que nuestras decisiones no deben perjudicar a los demás ni a nosotros mismos.
El fin de toda sociedad no es el capital o la
rentabilidad, como tampoco lo es para un inversor, empresario o empleado. Más
allá de ese beneficio pecuniario existe un motivo más transcendente: el último
“para qué”. El fin de toda sociedad es la felicidad de quienes la integran.
Todos de alguna u otra forma necesitamos sentirnos amados, y utilizamos
diferentes recursos para ello.
El empleado por su parte, tendrá que repensar
el sentido de la felicidad dentro y fuera del trabajo. En condiciones
generales, trabajamos aproximadamente un 10% de nuestra vida natural; o lo que
es lo mismo, el 20% de nuestra vida laboral. En el periodo hábil de vida
laboral – tomando el comprendido desde los 25 a los 67 años – usamos algo más del
46% ¿para qué? Unos dicen que para el ocio, otros para crecer o la familia,
otros para el desarrollo personal o la creatividad. Lo cierto es que o no es un
tiempo bien usado, no lo valoramos adecuadamente o lo dejamos escapar. Y digo,
escribo o refiero “escapar”, cuando no le sacamos el rendimiento adecuado a
nuestro tiempo: ser más felices.
Antaño, en el actual mundo avanzado, se
trabajaba de sol a sol, hoy sólo un 10% de nuestra vida natural. El ser humano ha
demostrado, a lo largo de la historia, que cada vez tiende a trabajar menos y sin
embargo estamos inmersos en una sociedad donde vemos que todo es trabajo y no
tenemos tiempo para nada.
No tenemos tiempo para mirar cinco minutos a
nuestra pareja a los ojos, y comunicarnos con ella. No tenemos tiempo para nuestros
mayores. No tenemos tiempo para nuestras amistades, y en vez de darles un
abrazo, las felicitamos con la frialdad de un texto – más bien corto – en la
distancia. Y peor aún, no tenemos tiempo para nuestros hijos y los dejamos al
amparo de pantallas y máquinas que les enseñan momentos estresantes que se quedarán para siempre como recurso de la mente, y que el
concepto que matar o morir ya no es importante.
En este mundo inteligente, dejamos las
emociones para otro momento, sin saber que si avanzamos en ellas, seremos más
felices y estaremos más motivados. Sin embargo hay empresarios que se han dado
cuenta de esto, de la importancia de la motivación, porque es una componente del
compromiso, que en realidad es lo que les interesa en el aspecto laboral, productivo e incluso creativo: desarrollar a las personas y su talento. Para ello están introduciendo la Inteligencia
Emocional (IE) en sus empresas. Saben que potenciando a personas, para que sean
más inteligentes emocionalmente, éstas serán más felices en su mundo exterior, encontrando
más sentido a las situaciones cotidianas.
Nos estamos moviendo o debemos movernos en
ese sentido, obviando y alejando todo lo tóxico y conflictivo o enredoso, de lo
contrario estaríamos avocados a la siempre trágica válvula de escape de las
sociedades basadas en el capital: la guerra. Con esta advertencia no abogo por
los sistemas comunistas, que si bien no tienen válvulas de escape, son un
caldero a fuego lento para quemar las esperanzas y toda justicia, defendiendo
su única igualdad: la miseria.
Manuel Jigato Rubio
Ceo en www.quercusbpr.es
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